miércoles, 7 de abril de 2010

POR QUÉ SOY ALCOHÓLICO


“He sacado siete sobresalientes y dos notables”, le digo. Evito mencionar la nota de gimnasia.

Se lo piensa, tratando de contener una sonrisa que la delate, y mira a papá... que, en realidad no es mi padre pero lo llamo así para que no se sienta mal. Mi padre murió siendo yo pequeño, cuando tenía ocho años.

“De acuerdo -dice mamá-, pero tendrás que estar en casa a las cuatro”.

A Juan, mi mejor amigo, le dejan hasta las tres, así que no trato de negociar más allá de la típica cara de asco.

Papá sonríe y pregunta a ver qué tipo de fiesta es, como si le interesara realmente. Le cuento que se celebra en el polideportivo, en un frontón que han alquilado los de tercero como parte de una serie de actividades para financiarse el viaje de fin de curso. Y lo cuento con desinterés para que no vea que me la vida en ello. Aunque me vaya.

“¿Alcohol?”, pregunta, como quien no quiere la cosa.

“No, no pueden servir bebidas alcohólicas, sólo fantas y zumos... y cosas para picar, creo”, contesto, haciendo como que limpio mis gafas.

Y no miento. Aunque todo el mundo estará borracho, por supuesto: lo más probable es que compren licores en el hipermercado que está al lado y los mezclen con refrescos del frontón. Nosotros no conocemos a ningún mayor de edad que nos pueda comprar nada, así que hemos quedado en un bar que sirven a menores.

Mi madre dice algo que no llego a entender.

“¿Qué?”, pregunto.

“Le digo que tú no bebes, ¿verdad?”, repite.

“Ya sabes que no, además hoy día no es como en vuestros tiempos, que podíais beber y fumar donde os diese la gana, con el botellón y todo eso”. Y no miento, tampoco, en lo de beber.

La verdad es que un sábado se me ocurrió la genial idea de beberme un par de cervezas y la cosa acabó fatal: me caí no sé cuántas veces; hice un ridículo espantoso; casi me pegan unos soplapollas del colegio inglés; vomité en un taxi... y el dolor de cabeza me duró hasta el martes. Y nunca más. Juan y yo no necesitamos beber para pasárnoslo bien. No digo que, en un futuro, no caigamos en la trampa... ¿Pero por qué empezar a perder neuronas desde ya? Es absurdo.

Dejo a mis padres viendo la tele y me encierro en mi cuarto. Enciendo la consola y cargo la partida. Apenas juego dos minutos y me tumbo sobre la cama. Miro al techo y pienso que, dentro de unas horas, estaré bailando rodeado de chicas sudadas. Bailar se me da bien; no es que tenga mucho estilo ni nada de eso; es que sé cómo seguir cualquier ritmo. En serio, cualquiera.

Pienso todas estas cosas mientras me masajeo los testículos, literalmente, y una erección comienza a abrirse camino. Miro el reloj, apago la consola, abro el armario y elijo la ropa que me voy poner esa noche. Me llevo la muda limpia al baño, me desnudo, me miro al espejo, cago y me masturbo. En la ducha me acuerdo de Hiart y fantaseo con la idea de encontrármela dentro de un rato.

Pero sé que no. Ella va con otra gente: chicos mayores con los que se acostará y hara un millón de cerdadas que, a nosotros, los empollones, se nos niegan de raíz.

Me visto, me cepillo los dientes, hago tiempo, llego al salón y me encuentro con Juan y Mikel, que se ha puesto gomina, el muy imbécil. Es que no lo soporto. Él a mí tampoco, creo, pero somos pocos en el grupo y no es plan de ponerse quisquillosos, digo yo.

Somos unos cobardes, es lo que pasa.

Salimos, comentamos novedades sobre cómics y videojuegos y, los tres, coincidimos en que ésta va a ser nuestra noche: nombramos a nuestras diosas del instituto y decimos cómo y cuánto nos las vamos a follar. Yo, eso sí, hablo de Sara. Hiart es inalcanzable y, no soy tan estúpido, sé cómo se iban a reír de mí si se me ocurriese contarles que sueño con ella. Cada noche.

Llegamos al bar. Ahí están Iker y Pedro, al que llamamos “Peter” porque hay otro “Pedro” en clase, que es un puto gilipollas surfero, por cierto.

Nos sentamos. Meneo la cabeza como si reconociese la tontería que sale por los bafles. Mikel dice que pongamos un bote, cincuenta euros. Me parece excesivo pero mis padres son ricos, así que... que discuta otro.

“¿Qué vamos a tomar?”, pregunta Iker.

“Cerveza y kalimotoxo, ¿no?”, propone alguien.

Sé que, a lo largo de la noche, me veré obligado a beber algo. Habrá chicas y soy consciente de que probablemente me ofrezcan y encienda algún cigarrillo... Así somos. Pero es demasiado pronto. No quiero estropearlo todo pillando boletos para una migraña.

“Yo no voy a beber, aún”, digo.

Demasiado tarde; he divagado tanto pensando la mejor manera de informar a mis compañeros, que alguien me ha plantado un litro de cerveza delante.

“Bueno, no tengo por qué bebérmelo”, pienso. Si dejo pasar el tiempo, y la conversación es agradable, se olvidarán de mí.

Y creo que es entonces cuando veo a Hiart. Está preciosa, con una minifalda cortísima, discutiendo con un hijo de puta que grita de mala manera; creo que la insulta. Miro a mi gente y comprendo que no son precisamente gallos de pelea. Si me levanto y le digo al cabezón que se calle probablemente me rompa los dientes o algo peor. Siempre hay algo peor.

Es que no soporto a los borrachos. No puedo con ellos, en serio. El estado debería matarlos a todos. Se me endurece la mandíbula y me decido a levantarme y hacer una locura... Pero esta noche la suerte me sonríe: cuando parece que el bastardo va a sacar la mano a pasear, un par de chicos mayores lo agarran y se lo llevan fuera. Creo que son amigos suyos, así que no creo que haya bronca, pero dudo que ella quiera saber nada de semejante perdedor después de esa escenita.

Hiart. Dios. Cámara lenta. La primera vez que te vi supe que ibas a ser mía.

Suspira, peina su pelo con la mano y, justo en ese momento, cuando parece que va a terminar la película, me mira.

Lo hace sin querer, claro, simplemente ha levantado la vista y me ha pillado babeando por ella. Cosas que pasan. Yo bajo la cabeza y finjo recibir un mensaje en el móvil. Jugueteo pero, nervioso, no puedo mantener la pantomima y miro de reojo. Está ahí, tambaleándose, borracha, con esos pechos en los que podría quedarme a vivir. Y se está acercando a nuestra mesa.

Mis amigos discuten sobre no sé qué película de mierda, así que les hago callar justo cuando ella se sienta a nuestro lado. Sonreímos. Saludamos. Peter me coge el móvil; ni me inmuto.

Sonríe drogada.

Nos mira, con esas pupilas enormes y, mostrando esa perfecta dentadura, suelta la frase del año:

“Chavales, estáis de suerte, porque lo acabo de dejar con mi novio y... he pensado en hacerle una mamada al primero que se beba lo que tiene delante”.

Mis dos segundos de gloria. No recuerdo mucho más. Esa noche terminé en el hospital; mis padres me castigaron seis meses sin salir y empezó mi particular viaje al infierno.

Y no me hizo la mamada, claro.

Fin.

Puedes descargar el vídeo aquí.

Publicado originalmente en Roncando en el Nostromo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este texto tiene mucho nivel. Me recuerda en parte al "guardián entre el centeno", aunque mezclando inocencia y mala gaita.

Me gusta este rollo.

Silvestre dijo...

Este texto tiene mucho nivel. Me recuerda en parte al "guardián entre el centeno", aunque mezclando inocencia y mala gaita.

Me gusta este rollo.